El día viernes 8 de mayo, tras un par de semanas de ánimos políticos caldeados, renunció la vicepresidente de Guatemala, Roxana Baldetti. Eso fue el final de un complejo proceso, no exento de ribetes policiales, que mantuvo en vilo a la sociedad guatemalteca por varios largos días. Y que la sigue manteniendo en un estado de movilización que hacía buen tiempo no se veía, el cual puede dispararse de modo impredecible.
Baldetti renuncia porque su espacio político se había reducido dramáticamente en pocas semanas, y en estos momentos ya había quedado asfixiada y en completa soledad. Su salida, para nada gloriosa, es el final casi obligado de una larga cadena de hechos corruptos. Ella es la cara visible de una red de mafiosos funcionarios enquistados en el Estado desde hace ya algunas décadas (cara visible porque así parece que lo decidieron los poderosos factores de poder de la Embajada de Estados Unidos y la coordinadora del alto empresariado, habiéndosele perdonado la vida –al menos por el momento– al actual presidente, el general Otto Pérez Molina, ex kaibil ligado a la lucha antiguerrillera, acusado de violaciones a los derechos humanos
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